Todos los Santos
La parte religiosa de la fiesta cristiana comienza el día 1 con la visita habitual al cementerio municipal, donde familiares y amigos se acercan para depositar flores o velas a sus seres queridos o compartir recuerdos o vivencias. Por la tarde, tiene lugar una misa en el cementerio dando comienzo con la víspera del día de Difuntos que termina con los primeros ‘toques a muerto’ hasta la noche. Al día siguiente es el día típico de acudir a la iglesia a las misas de recuerdo de los difuntos.
La fiesta religiosa cristiana se inició en la Edad Media como intento de canalizar la celebración pagana hacia el recuerdo de Todos los Santos y los difuntos, pese a lo cual los fieles desarrollaron otras costumbres poco ortodoxas a modo de supersticiones como colocar telas y paños lujosos sobre las tumbas o velas de colores, danzas del purgatorio o banquetes funerarios, que fueron perseguidas por el Concilio de Trento.
Durante el Barroco, la meditación sobre la muerte alcanzaría una gran importancia con lo que la fiesta alcanzó gran desarrollo. En el siglo XVIII se comenzó a producir el traslado de los cementerios a las afueras de los núcleos de población, si bien la medida no se desarrollaría completamente hasta bien entrado el siglo XIX, lo que provocaría el traslado de la celebración a dos escenarios distintos: los cementerios y las iglesias. En los cementerios, la visita obligada a los familiares difuntos, y en las iglesias las misas en recuerdo por sus almas.
El primitivo cementerio de Sant Joan estuvo siempre situado junto a la iglesia pero fue modificando su ubicación en torno a ésta. En el siglo XIX se trasladó a su actual emplazamiento en la partida de La Coix, a los pies del monte Calvari, sin que sepamos la fecha exacta de este hecho, si bien sabemos que en 1885 se realizaron importantes obras en el cementerio. La última reforma tuvo lugar a principios de este siglo, incluyendo en el perímetro uno de los antiguos aljibes que había en la faldas del Calvario. Aún se pueden contemplar interesantes panteones de finales del siglo XIX y principios del XX.
Respecto a las leyendas asociadas a difuntos y almas, existía o existe la creencia de que las almas de los muertos regresan a sus casas estos días, de ahí la importancia de que esté todo en perfecto estado, especialmente las camas.
El ritual funerario actual es muy simplificado, pero hasta no hace mucho tiempo era muy tradicional con raíces muy antiguas. Según la posición económica del difunto la celebración sería distinta, reflejándose especialmente en el cortejo fúnebre presidido por una artística carroza decorada con terciopelos con flecos y bordones dorados y tirada por caballos empenachados y engualdrapados en la que se depositaba el féretro. Existía un dicho popular que decía: ‘quant més rics, més animals’, que resumía con un tono satírico la diferenciación social de los fallecidos según el número de caballos que tiraban de la carroza fúnebre. Aquel desfile lo abría la cruz y detrás de él participaban el clero y el pueblo, efectuándose tres paradas en el recorrido. También podían incluso participar lacayos con espadas y libreas sobre sus hombros escoltando la carroza.
Sin embargo, en la mayoría de los casos los entierros eran de gente humilde y por tanto muy sencilla. Cuando moría alguien se preparaba en una estancia de la casa el velatorio con el ‘cuerpo presente’ mientras las campanas comenzaban a anunciar al pueblo el deceso. El fallecido era velado noche y día en la casa a la que asistían familiares, amigos y curiosos, hasta el momento de su traslado a la iglesia para el funeral, cuando acudían los sacerdotes que iniciaban el responso. Desde allí marchaban los hombres hacia la iglesia portando el féretro, mientras que las mujeres permanecían en la casa iniciándose los rezos que podían durar varios días. Tras la ceremonia fúnebre, se volvía a organizar el cortejo desde la iglesia hasta la finca La Concepción, donde se deshacía la comitiva y los asistentes despedían a los familiares del difunto con el pésame. Desde allí, quienes lo deseaban continuaban hasta el cementerio donde el difunto era inhumado.
Caso curioso representa la liturgia de los ‘mortitxolets’, ‘albaets’ o niños fallecidos. Era una celebración triste que sin embargo, revestía de un ritual festivo al tratar de simbolizarse la muerte de los pequeños en pureza e inocencia y su paso directo al cielo, supuesto motivo de alegría. En el siglo XIX especialmente, y parte del XX se generalizó este tipo de celebraciones que incluían danzas y banquetes en torno a la vela y entierro de los niños, y el funeral en la iglesia seguía una liturgia de gozo en acción de gracias. Cuando el cortejo fúnebre llegaba a la salida del pueblo camino del cementerio, la fórmula típica en Sant Joan d’Alacant para dar el pésame era: ‘Sea enhorabuena’, a modo de felicitación por el ascenso del alma del niño o niña al cielo, aunque pueda sonar a guasa y sarcasmo.
¿Sabías que…?
En Sant Joan d’Alacant coincidiendo con la fiesta de Todos Santos y fieles difuntos se celebró hasta los años sesenta el ‘Queixalet’. Consistía en un almuerzo para los monaguillos y campaneros para reponer fuerzas del largo trabajo que suponía permanecer durante horas en el campanario y tocar los numerosos toques de difuntos y almas que se sucedían esos días. Como muestra, el día 1 de noviembre los toques transcurrían desde las cinco de la tarde hasta últimas horas del día, y el día 2, dedicado a las Almas, desde las cuatro de la mañana, cuando comenzaban las misas. Los alimentos o el dinero con el que se adquiría la comida de este ágape procedían de la donación de los vecinos. A tal efecto, unos días antes del ’Quixalet’, los monaguillos recorrían las calles y fincas del pueblo revestidos con sotana y roquete portando capazos y una campana que hacían sonar al llegar para avisar a los habitantes de la casa de que iban a recolectar para el ‘Quixalet’. El resultado final era una espléndida y suculenta cena en el ’cuarto vel’ de la iglesia el día 1, al que seguía un almuerzo similar el día siguiente, refrigerios en los que nunca faltaban chuletas, longanizas, morcillas y tomate frito regado con un buen vino, a los que sucedían los postres con frutas y membrillos. En teoría las donaciones de los vecinos eran una especie de pago a los campaneros y ayudantes por su servicio al hacer sonar las campanas y así recordar a los difuntos y recordar a todos la obligación de rezar e ir a misa estos días.
En la iglesia se celebraba la liturgia propia de los difuntos con la Novena de Almas. En el altar mayor de la parroquia se colocaba un túmulo funerario de cuatro pisos con telas negras en las que aparecían bordados alusivos a la muerte con calaveras y esqueletos con guadañas, relojes de arena o frases mortuorias. Aquel macabro armatoste que superaba los 7 metros de altura estaba además iluminado con antorchas, puesto que el templo permanecía en penumbra, mientras se entonaban cantos fúnebres y las campanas tañían los toques de difuntos. Remataba el túmulo una gran cruz blanca. Era un recurso perfecto para atemorizar a cualquiera, a lo que hay que unir las fechorías de los bromistas, niños especialmente, que se escondían bajo las telas y hacían sonidos de ultratumba o movían los esqueletos. En la actualidad, estos rituales han desaparecido de la celebración.